UNDECIMO DÍA – La Reina del Cielo en el Reino de la Divina Voluntad.
La Reina del Cielo en el Reino de la Divina Voluntad durante los tres primeros años de su vida forma una esplendorosísima aurora para hacer surgir en nuestros corazones el suspirado día de la luz y de la gracia.
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El alma a la pequeña Reina Celestial:
Aquí estoy una vez más cerca de tu cuna, Madrecita Celestial; mi pequeño corazón se siente fascinado por tu belleza y no puede apartar la mirada de tu hermosura tan singular. ¡Qué dulce es tu mirada! Con tus manitas me llamas para que te abrace y me estreche a tu Corazón ahogado de amor. Madre Santa, dame tus llamas para que quemen mi voluntad y así pueda complacerte y vivir junto contigo de Voluntad Divina.
Lección de la Reina del Cielo:
Hija mía, si tú supieras cómo goza mi Corazón materno al verte cerca de mi cuna para escucharme. Me siento realmente Reina y Madre, porque teniéndote cerca de mí no soy una Madre estéril, ni una Reina sin pueblo, sino que tengo a mi amada hija que tanto me ama y que quiere que yo sea su Madre y su Reina. Es por eso que tú eres la portadora de alegría a tu Madre, y más todavía porque vienes a mi seno para que te enseñe a vivir en el Reino de la Divina Voluntad. Tener una hija que quiere vivir junto conmigo en este Reino tan santo es para tu Madre la gloria, el honor y la fiesta más grande. Así que, préstame atención, querida hija mía, y yo seguiré narrándote las maravillas de mi nacimiento.
Mi cuna se encontraba rodeada de ángeles que a cual más me cantaban todos canciones de cuna, como a su Reina Soberana; y puesto que el Creador me había dotado de razón y de ciencia infusa, cumplí con mi primer deber de adorar con mi intelecto y también con mi vocecita balbuciente de niña a la Santísima Trinidad; fue tanto el exceso de mi amor por su majestad suprema, que sintiéndome languidecer, ansiaba hasta el delirio encontrarme entre los brazos de la Divinidad para recibir sus abrazos y darle los míos. Y los ángeles, puesto que mis deseos eran órdenes para ellos, me tomaron sobre sus alas y me condujeron a los brazos amorosos de mi Padre Celestial. ¡Oh, con cuánto amor me esperaba! Yo venía del exilio y los pequeños intervalos de separación que llegaba a haber entre nosotros eran motivos de nuevos incendios de amor, eran nuevos dones que preparaban para darme; y yo también inventaba nuevos modos de pedir piedad y misericordia para mis hijos, los cuales viviendo en el exilio estaban bajo el azote de la divina justicia; y deshaciéndome de amor completamente, le decía:
« Trinidad adorable, me siento feliz, me siento Reina, no conozco lo que es la infelicidad y la esclavitud, todo lo contrario, vuestra Divina Voluntad que reina en mí, me da tal y tanta alegría y felicidad que, pequeñita cual soy, no puedo abrazarla toda; pero en medio de tanta felicidad siento una vena de intensa amargura dentro de mi pequeño Corazón, porque veo en él a mis hijos infelices y esclavos de su voluntad rebelde. ¡Piedad, Padre Santo, piedad! ¡Haz que mi felicidad sea completa! ¡Haz que estos hijos infelices que llevo más que Madre en mi Corazón materno sean felices! ¡Haz que el Verbo encarnado descienda sobre la tierra y todo se reconciliará! Yo no bajaré de tu seno paterno si no me das el salvoconducto de tus gracias, de manera que pueda llevarles a mis hijos la buena nueva de su redención. »
La Divinidad se conmovía con mis oraciones y colmándome con nuevos dones me decía: « Regresa al exilio y continúa tus oraciones, extiende el Reino de nuestra Voluntad en todos tus actos, que a su tiempo te contentaré. »
Pero no me decía ni cuándo ni dónde iba a venir. Así pues, yo partía del cielo sólo para cumplir la Voluntad Divina, y éste era para mí el sacrificio más heroico, pero lo hacía con gusto, para hacer que sólo la Divina Voluntad tuviera pleno dominio sobre mí.
Escúchame, hija mía; ¡cuánto me costó tu alma! Llegó hasta amargar el océano inmenso de mis alegrías y felicidades: cada vez que tú haces tu voluntad, te vuelves esclava y sientes tu infelicidad, y yo, cual Madre tuya, siento en mi Corazón la infelicidad de mi hija. ¡Oh, qué dolor es tener hijos infelices! ¡Cuánto debes tomar a pecho hacer siempre la Voluntad de Dios! ¡Yo llegaba hasta irme del cielo para hacer que mi voluntad no tuviera vida en mí!
Hija mía, sígueme escuchando; tu primer deber en todos tus actos sea el de escuchar a tu Creador, conocerlo y amarlo; esto te pondrá en el orden de la creación y te hará reconocer a quien te creó. Es éste el deber más santo de toda criatura: reconocer su propio origen.
Tú debes saber que el conducirme al cielo y después descender y ponerme a orar formaba la aurora a mi alrededor, que difundiéndose por todo el mundo rodeaba los corazones de mis hijos, para hacer que después del alba siguiera la aurora, y así hacer que amaneciera el sereno día de espera de la venida del Verbo Divino sobre la tierra.
El alma:
Madre Celestial, al ver que apenas recién nacida me das lecciones tan santas, yo me siento extasiada y puedo comprender que me amas tanto que por causa mía no podías ser del todo feliz. Madre Santa, tú que tanto me amas, haz que penetren en mi corazón la potencia, el amor y las alegrías que te inundan, para que llena de ellas mi voluntad no encuentre un lugar para vivir en mí y ceda libremente su lugar al dominio de la Divina Voluntad
Propósito:
Hoy, para honrarme, harás tres actos de adoración a tu Creador, recitando tres veces el « Gloria al Padre » para darle gracias por todas las veces que me concedió la gracia de ser admitida en su presencia.
Jaculatoria:
“Madre Celestial, haz que surja en mi alma la aurora divina de la Divina Voluntad”.
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Reflexión para el onceavo día.
Por: padre Oscar Rodriguez.
Los tres primeros años de vida
Hermanos, en este día 11 del mes de mayo, hoy la virgen nos enseña con su ejemplo, cuál es el primer deber, la primera obligación de toda criatura.
Como bien nos lo ha enseñado la iglesia en el catecismo: el primer deber del hombre es servir, adorar y amar a Dios.
María desde que estaba en su cuna, por haber sido revestida de la ciencia infusa, es decir, del conocimiento venido de Dios, entendió y vivió su primer deber: adorar a la Santísima Majestad. Este fue su primer y siempre deseo de su corazón.
Muy bien entendió desde muy niña, que debía salir muy constantemente del exilio del mundo, para entrar en adoración a su Padre Dios. Y en cada encuentro con Dios, tres fueron sus deseos principales: adorar, amar y reparar a la divinidad. Interceder por la suerte del género humano y pedir insistentemente la salvación de la humanidad al descender el Hijo de Dios a la tierra.
Mientras su gran alegría era el verse sumergida en Dios, su mayor tristeza era ver a los hombres fuera de esta experiencia de amor, que por vivir esclavos de su voluntad humana y rebelde, se incapacitaban para cumplir con su primero y más importante deber: conocer, escuchar, amar, servir y adorar a su Creador. Cada vez que el alma hace la propia voluntad, vive su infelicidad y ésta infelicidad llega al corazón de la Virgen María como una espina de dolor. Por eso en cada subida al cielo, imploraba la encarnación del Verbo Divino para la redención de las almas y para el establecimiento del Reino de la Divina Voluntad. Y la divinidad conmovida por sus oraciones, le prometió que su tiempo, sus deseos serían concedidos.
Hoy nosotros, hermanos ya podemos recibir los deseos concedidos a nuestra Madre. Abrazando la redención que Cristo vino a darnos, podemos entrar hacer parte de su Reino, por medio de los conocimientos y vivencias de su Voluntad Divina.
Hagamos de María nuestra verdadera Reina y Madre, viviendo junto con ella en este Reino tan santo.
Y digamos juntamente con Luisa: “Madre Santa, tú que tanto me amas, haz que penetren en mi corazón la potencia, el amor y las alegrías que te inundan, para que llena de ellas mi voluntad no encuentre un lugar para vivir en mí y ceda libremente su lugar al dominio de la Divina Voluntad”.
Madre y Reina de la Divina Voluntad, ruega por nosotros.
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