VIGÉSIMO OCTAVO DÍA – La Reina del Cielo en el Reino de la Divina Voluntad.
El limbo. La espera. La victoria sobre la muerte. La Resurrección.
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El alma a su Reina Madre:
Madre mía, traspasada de dolor, tu pequeña hija, sabiendo que te encuentras sola sin tu bien amado Jesús, quiere tenerte estrechada a sí para hacerte compañía en tu amarga desolación. Sin Jesús todo se convierte en dolor para ti. El recuerdo de sus atroces penas, el dulce tono de su voz, que aún hace eco en tus oídos, su fascinante mirada unas veces dulce otras triste, o a veces en lágrimas, pero que siempre cautivaban tu Corazón materno, el no tenerlo más contigo, todos estos recuerdos como espadas afiladas atraviesan tu Corazón traspasado.
Madre desolada, tu querida hija quiere ofrecerte un alivio y su compasión por cada pena que sufres. Más aún, quisiera ser Jesús para poder darte todo el amor, todo el consuelo, el alivio y la compasión que te hubiera dado él mismo viéndote en este estado de amarga desolación. El dulce Jesús me ha hecho hija tuya, por eso, ponme a mí también en su lugar en tu Corazón materno y así seré completamente tuya, te secaré las lágrimas y te haré compañía.
Lección de la Reina y Madre desolada:
Querida hija mía, gracias por tu compañía, pero si quieres que tu compañía me sea dulce, apreciable y portadora de alivio para mi Corazón traspasado, quiero hallar en ti la Divina Voluntad operante y dominante y que no le cedas a tu voluntad ni siquiera un hálito de vida. Sólo entonces sí que te pondré en el lugar de Jesús, porque estando su Voluntad en ti, en ella sentiré a Jesús en mi Corazón. ¡Oh, qué feliz seré de poseer en ti el primer fruto de sus penas y de su muerte! Hallando en mi hija a mi amado Jesús, mis penas se transformarán en gozo y mis dolores en conquistas.
Y ahora, escúchame, hija de mis dolores. En cuanto expiró mi querido hijo, descendió al limbo como triunfador y portador de alegría y felicidad; en aquella cárcel se encontraban todos los patriarcas, los profetas, nuestro primer padre Adán, el querido San José, mis santos padres y todos aquellos que en virtud de los méritos previstos del futuro Redentor se habían salvado.
Yo era inseparable de mi Jesús y ni siquiera la muerte me lo podía quitar. Por eso, no obstante el ímpetu de mis dolores, lo seguí al limbo y ahí fui espectadora de la fiesta de acción de gracias que toda aquella multitud de almas le dio a mi Hijo por haber sufrido tanto y por haber dirigido sus primeros pasos hacia ellos, para beatificarlos y llevárselos con él a la gloria celestial. Así que, apenas murió, comenzaron en seguida las conquistas y la gloria para Jesús y para quienes lo amaban. Esto, querida hija mía, es símbolo de la criatura que, dándole muerte a su voluntad humana uniéndose a la Divina Voluntad, comienza sus conquistas en el orden divino, de la gloria y del gozo aun en medio a los más grandes dolores.
Así que, a pesar de que los ojos de mi alma siguieron a mi Hijo y nunca lo perdí de vista, durante los tres días que estuvo sepultado, yo sentí un ansia tal de verlo resucitado, que en el ímpetu de mi amor repetía con insistencia: « ¡Surge, Gloria mía! ¡Surge, Vida mía! » Y eran tan ardientes mis deseos, mis suspiros de fuego, que me sentía consumir.
Ahora bien, llena de ansias como estaba, vi que mi amado Hijo acompañado de aquella gran multitud de gente, salió del limbo en acto de triunfo y se dirigió al sepulcro. Era el alba del tercer día; y como toda la naturaleza lo lloró, así ahora se llenó de gozo, tanto que el sol anticipó su curso para estar presente en el acto en que mi Hijo resucitaba. Pero, ¡oh, qué maravilla! Antes de resucitar le hizo ver a toda aquella multitud de gente su Ss. Humanidad sangrante, llagada, desfigurada, tal como había sido reducida por amor a ellos y a todos; todos quedaron profundamente conmovidos y admiraron sus excesos de amor y el gran portento de la redención.
¡Oh, hija mía, cómo me hubiera gustado que hubieras estado presente en el acto en que resucitó mi Hijo! El era todo majestad, su Divinidad unida a su alma emanaba mares de luz y de belleza encantadora que inundaban cielos y tierra; y como triunfador, haciendo uso de su omnipotencia, le ordenó a su humanidad muerta que recibiera de nuevo su alma y que resucitara triunfante y gloriosa a la vida inmortal. ¡Qué acto tan solemne! Mi querido Jesús triunfaba sobre la muerte diciendo:
« ¡Oh muerte, de hoy en adelante tú no serás más muerte, sino vida! »
Con este acto triunfal, ponía el sello de que él era Dios y Hombre; con su Resurrección no solamente confirmaba su doctrina, los milagros que hizo, la vida de los sacramentos y toda la vida de la Iglesia, sino que triunfaba sobre las voluntades humanas debilitadas y casi apagadas para el verdadero bien, para hacer triunfar sobre ellas la vida de la Divina Voluntad que debía traerles a las criaturas la plenitud de la santidad y de todos los bienes; y al mismo tiempo, en virtud de su Resurrección, depositaba en nuestros cuerpos el germen de la resurrección a la gloria imperecedera. Hija mía, la Resurrección de mi Hijo lo encierra todo, lo dice todo, lo confirma todo, es el acto más solemne que hizo por amor a las criaturas.
Y ahora escúchame: quiero hablarte como una Madre que tanto ama a su hija, quiero decirte qué significa hacer la Divina Voluntad y vivir en ella. El ejemplo te lo hemos dado mi Hijo y yo. Nuestra vida estuvo sembrada de penas, de pobreza, de humillaciones, hasta la de ver morir de penas a mi amado Hijo, pero en todo esto corría la Voluntad Divina; ella era la vida de nuestras penas y nosotros nos sentíamos triunfadores y conquistadores, al grado que la muerte misma se transformó en vida; tanto es así que al ver el gran bien que produce el sufrimiento, nos exponíamos voluntariamente a sufrir porque estando en nosotros la Divina Voluntad nada ni nadie se podía imponer sobre ella ni sobre nosotros; el sufrir estaba en nuestro poder y lo llamábamos como alimento y triunfo de la redención para poder traer el bien al mundo entero.
Así pues, querida hija mía, si tu vida y tus penas tendrán como centro de vida la Divina Voluntad, puedes estar segura de que mi dulce Jesús se servirá de ti y de tus penas para darle ayuda, luz y gracia a todo el universo. Por eso, ánimo, ten valor, la Voluntad Divina sabe hacer cosas grandes en donde ella reina y en todas las circunstancias de tu vida tenme como ejemplo a mí y a tu dulce Jesús y camina siempre adelante.
El alma:
Madre Santa, si tú me ayudas y me tienes protegida bajo tu manto, haciéndome de centinela celestial, yo estoy segura de que todas mis penas las convertiré en Voluntad de Dios y de que te seguiré paso a paso por los interminables caminos del Fiat Supremo, porque sé que tu cariño de Madre y tu potencia vencerán mi voluntad y teniéndola tú en tu poder me la cambiarás con la Voluntad Divina. Por eso, Madre mía, a ti me encomiendo y entre tus brazos me abandono.
Propósito:
Hoy, para honrarme, dirás siete veces: « No se haga mi voluntad, sino la tuya », ofreciéndome mis dolores para pedirme la gracia de hacer siempre la Divina Voluntad.
Jaculatoria:
« Madre mía, por la Resurrección de tu Hijo, hazme resucitar en la Voluntad de Dios. »
MEDITACIÓN PARA EL VIGÉSIMO OCTAVO DIA
La victoria sobre la muerte
Queridos hermanos, en este día 28 de mayo unámonos a Luisa para hacerle compañía a nuestra desolada Madre Celestial, que sin Jesús todo se le convierte en dolor. Todo para ella es un recuerdo de su amado Jesús y cada recuerdo se convierte en una espada afilada que atraviesa su corazón traspasado. María ha sido sometida por la Divina Voluntad a una profunda soledad. Con Luisa, ofrezcamos un alivio y compasión por cada pena que sufre.
Para que esta compañía pueda ofrecer el verdadero alivio al corazón dolorido de Nuestra Reina Madre, debemos permitir que la Divina Voluntad sea la que domine en nuestra vida. Es lo que nos dice la Virgen, porque estando la Divina Voluntad en nosotros, entonces es el mismo Jesús que en nosotros haría este acompañamiento a su querida Madre y María podrá sentir que es su mismo Hijo el que la acompaña y le da alivio a su dolor.
El mayor alivio, la mejor compañía que podemos ofrecerle a María, es que ella vea en nosotros el fruto de las penas y de la muerte de Jesús. Sólo así su dolor se convertirá en una profunda alegría y se sentirá plenamente acompañada.
Como bien hemos entendido, María es inseparable de Jesús y ni la muerte pudo separarlos. Por eso ella pudo participar de las primeras conquistas que Jesús hizo de su Redención. Con Él bajó al limbo en donde lo esperaban todas aquellas almas que lo amaban y que en virtud de los méritos de la Pasión de Jesús se habían salvado. Lo más seguro que allí estaban esperando muchísimos, entre ellos San José, los padres Joaquín y Ana, los Patriarcas, profetas y nos dice María que hasta nuestro primer padre Adán.
Esta visita al limbo, para sacar a estas almas buenas de allí y llevarlas con Él era el primer signo de su triunfo, que juntamente con la resurrección, confirmaba su doctrina, milagros, la vida de la iglesia y triunfaba sobre las rebeldes voluntades humanas, haciendo surgir la vida de la Divina Voluntad que traería para todos la plenitud de la santidad y de todos los bienes.
El triunfo de Jesús estuvo precedido por el sufrimiento asumido en la Voluntad de Dios. Es la gran enseñanza que hoy recibimos de nuestra querida Madre Celestial. Hay que poner todas nuestras penas y sufrimientos en la Divina Voluntad, para que pueda resucitar en nosotros el Reino del Padre Celestial.
Madre triunfante, ayúdanos a morir a nuestra voluntad para resucitar a la vida de la Voluntad Divina.