VIGÉSIMO SÉPTIMO DÍA – La Reina del Cielo en el Reino de la Divina Voluntad.
La Reina de los Dolores en el Reino de la Divina Voluntad.
Suena la hora del dolor; la pasión, el deicidio. Llanto de toda la naturaleza.
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El alma a su Madre Dolorosa:
Mi querida Madre Dolorosa, hoy más que nunca siento la necesidad irresistible de estar cerca de ti, no me separaré de tu lado para ser espectadora de tus intensos dolores y pedirte, como hija tuya, la gracia de que deposites en mí tus dolores y los de tu Hijo Jesús, incluso su misma muerte, para que su muerte y tus dolores me den la gracia de hacerme morir continuamente a mi voluntad y sobre ella hacerme resucitar a la Divina Voluntad.
Lección de la Reina del Cielo:
Queridísima hija mía, no me niegues tu compañía en medio de tanta amargura. La Divinidad ha ya decretado el último día de vida de mi Hijo sobre la tierra. Ya un apóstol lo ha traicionado poniéndolo en manos de los judíos para hacerlo morir. Mi amado Hijo, en un exceso de amor, no queriendo dejar a sus hijos, que con tanto amor vino a buscar a la tierra, se queda en el sacramento de la Eucaristía, para que quien quiera pueda poseerlo. Así que la vida de mi Hijo está por terminar, está por emprender el vuelo hacia su patria celestial. ¡Ah, hija mía, el Fiat Divino me lo dio y yo en el Fiat Divino lo recibí y ahora en el mismo Fiat Divino lo entrego!
Se me rompe el Corazón; mares inmensos de dolor me inundan; siento que la vida se me escapa por el sufrimiento atroz. Pero yo no podía negarle nada al Fiat Divino, es más yo estaba bien dispuesta a sacrificarlo en la Divina y omnipotente Voluntad; yo sentía en mí una fuerza tal, en virtud de la Divina Voluntad, que yo hubiera preferido morir antes que negarle cualquier cosa a la Divina Voluntad.
Ahora, escucha, hija mía; mi Corazón materno se encuentra ahogado en penas, ¡con solo pensar que debe morir mi Hijo, mi Dios, mi Vida, me siento peor que si debiera morir yo misma! No obstante, sé que debo seguir viviendo. ¡Qué aflicción tan grande! ¡Qué profundas heridas se abren en mi Corazón y como espadas bien afiladas me lo traspasan de lado a lado! Sin embargo, hija mía, me duele decírtelo, pero debo hacerlo: en estas penas y desgarros profundos y en las penas de mi Hijo amado estaba tu alma, tu voluntad humana, que no dejándose dominar por la Voluntad de Dios, nosotros la cubríamos con nuestra penas, para que se dispusiera a recibir la vida de la Divina Voluntad.
¡Ah, si el Fiat Divino no me hubiera sostenido y no hubiera continuado donándome sus mares infinitos de luz, de felicidad junto a los mares de mis tremendos dolores, yo habría muerto tantas veces por cuantas penas tuvo que sufrir mi querido Hijo! ¡Oh, cómo me sentí despedazada cuando la última vez que lo vi se me presentó pálido, con una tristeza mortal sobre su rostro! Con voz temblorosa, como si quisiera sollozar me dijo:
« ¡Madre mía, adiós! Bendice a tu Hijo y dame la obediencia de morir; si mi Fiat Divino y el tuyo me concibieron en ti, mi Fiat Divino y el tuyo me deben hacer morir; ánimo, oh, Madre querida, pronuncia tu Fiat y dime: “ te bendigo y te doy la obediencia de morir crucificado, así lo quiere la Divina Voluntad, así lo quiero también yo”. »
¡Hija mía, qué cosa tan terrible para mi Corazón traspasado! Sin embargo, tuve que decirlo, porque en nosotros no existían las penas forzadas, todas eran voluntarias. Entonces, él me bendijo y yo lo bendije a él, y mirándonos con esa mirada que no sabe cómo separarse del objeto amado, mi querido Hijo, mi dulce Vida, partió y yo, tu Madre Dolorosa, lo dejé; pero con los ojos del alma no lo perdí nunca de vista. Lo seguí en el huerto en su tremenda agonía, ¡oh, cómo me sangró el Corazón al verlo abandonado por todos, hasta por sus fieles y amados apóstoles!
Hija mía, el verse abandonado por las personas que uno más quiere es uno de lo dolores más grandes para un corazón humano, especialmente en los momentos más difíciles de la vida, en particular para mi Hijo que los había tanto amado y beneficiado y que estaba en acto de dar la vida por quienes ya lo habían abandonado en las horas extremas de su vida, más aún, habían huido. ¡Qué dolor, qué dolor! Y yo, viéndolo agonizar y sudar sangre agonizaba junto con él y lo sostenía entre mis brazos maternos. Yo era inseparable de mi Hijo; sus penas se reflejaban en mi Corazón deshecho de dolor y de amor y yo las sentía más que si fueran mías.
Así lo seguí durante toda la noche; no hubo pena ni acusación que le hicieran que no hiciera eco en mi Corazón. Pero al alba del día siguiente, no pudiendo más, acompañada por su discípulo Juan, por la Magdalena y otras piadosas mujeres, lo quise seguir paso a paso, de tribunal en tribunal.
Querida hija mía, yo escuchaba el estruendo de los golpes que llovían sobre el cuerpo desnudo de mi Hijo; escuchaba las burlas, las risas satánicas y los golpes que le daban sobre la cabeza cuando lo coronaron de espinas. Lo vi cuando Pilato lo mostró al pueblo, desfigurado e irreconocible, y mis oídos quedaron ensordecidos al oír el grito unánime:
« ¡Crucifícalo, Crucifícalo! »
Lo vi cargando la cruz sobre sus hombros, exhausto, afanado y yo, no pudiendo soportar más, apresuré el paso para acercarme a él y abrazarlo por última vez y enjugar su rostro completamente bañado de sangre, pero… ¡para nosotros no había piedad! Los crueles soldados lo jalaron de las cuerdas y lo hicieron caer.
Hija mía, ¡qué pena desgarradora el no poder socorrer en tantas penas a mi querido Hijo! Cada pena abría un océano de dolor en mi Corazón traspasado. Finalmente lo seguí al calvario, donde, en medio de penas inauditas y contorsiones de lo más terribles fue crucificado y elevado en la cruz; sólo entonces me fue concedido estar a los pies de la cruz para recibir de sus labios moribundos el don de todos mis hijos y el derecho y sello de mi maternidad sobre todas las criaturas. Poco después, entre inauditos espasmos, expiró.
Toda la naturaleza se vistió de luto y lloró la muerte de su Creador. Lloró el sol obscureciéndose y retirándose, horrorizado, de la faz de la tierra; lloró la tierra con un fuerte temblor, desgarrándose en varios puntos por el dolor de la muerte de su Creador; todos lloraron: las sepulturas abriéndose, los muertos resucitando, y también el velo del templo lloró de dolor desgarrándose; todos perdieron el brío y se sintieron aterrorizados y espantados.
Hija mía, tu Madre, petrificada por el dolor, lo esperaba para recibirlo entre sus brazos y encerrarlo en el sepulcro.
Y ahora, escúchame en mi intenso dolor. Quiero hablarte con las penas de mi Hijo de los graves males de tu voluntad humana. ¡Míralo entre mis brazos adoloridos, mira como está desfigurado! Es el verdadero retrato de todos los males que la voluntad humana les causa a las pobres criaturas y mi querido Hijo quiso sufrir tanto para volver a elevar a esta voluntad que se encontraba caída en el abismo de todas las miserias; cada pena de Jesús y cada uno de mis dolores lo llamaban a resucitar en la Voluntad de Dios. Fue tanto nuestro amor que, para poner al seguro a esta voluntad humana, la llenamos de nuestras penas hasta ahogarla y encerrarla en los mares inmensos de mis dolores y de los de mi amado Hijo.
Hija mía, este día de dolores para tu Madre es todo para ti; por eso, para corresponderme, pon en mis manos tu voluntad, para que la encierre en las llagas sangrantes de Jesús, como la más bella victoria de su pasión y muerte y triunfo de mis intensos dolores.
El alma:
Madre Dolorosa, tus palabras hieren mi corazón y me siento morir al escuchar que mi rebelde voluntad ha sido la que te ha hecho sufrir tanto. Por eso, te ruego que la encierres en las llagas de Jesús, para vivir de sus penas y de sus intensos dolores.
Propósito:
Para honrarme en este día, besarás las llagas de Jesús ofreciéndole cinco actos de amor y pidiéndome que mis dolores sellen tu voluntad en la apertura de su costado.
Jaculatoria:
« Las llagas de Jesús y los dolores de mi Madre me den la gracia de hacer resucitar mi voluntad en la Voluntad de Dios. »
MEDITACIÓN PARA EL VIGÉSIMO SEPTIMO DIA
La hora del dolor de María por la Pasión de Jesús
Hermanos, en este día 27, entremos en el Corazón Inmaculado de la Virgen Santa, para descubrir el motivo de sus más intensos y profundos dolores.
María en este día narrándonos la Pasión de Jesús, vive los dolores jamás vistos y vividos ocasionados por la voluntad humana. Y para proteger al género humano de esta cruel y tirana voluntad humana, nos esconde en su desgarrado Corazón.
Las profundas heridas que traspasan el Corazón de María, son causadas por la voluntad humana al rechazar la Voluntad de Dios; por eso María cubre esta voluntad humana con sus penas, para que así se disponga a recibir la vida de la Divina Voluntad.
Un día un alegre “SÍ” de María hizo que el Verbo Eterno viniera a la tierra. Ahora otro dolorosísimo “SÍ” lo entrega a la muerte para la salvación de todo el género humano.
¡Qué desgarrador dolor la del corazón de esta dulce Madre¡ Ver a su Hijo abandonado por aquellos a quienes tanto había beneficiado y amado. Traicionado y negado por dos de sus más selectos amigos. Calumniado, maltratado, humillado y sacrificado, dando la vida por aquellos que se la estaban quitando.
Todas estas penas y heridas sufridas por Jesús, hacían eco en el Corazón de la Virgen María. Y ella entregada a la Voluntad del Padre, las acogía con amor en correspondencia de Amor a la Majestad Suprema.
Hasta donde llegó el colmo del sacrificio de nuestra Madre, aceptar cambiar a su Hijo Dios, perfecto en el Amor, en la Sabiduría, en la Santidad, en todo, por unos hijos enfangados, enfermos y miserables. Y con cuanto amor nos acogió en su Seno Amoroso.
Como bien nos lo dice la misma Virgen María, toda esta Pasión de dolor, se debió a los grandes y graves males de la voluntad humana. El rostro y el cuerpo desfigurado de Jesús, es el verdadero retrato de todos los males que la voluntad humana ha causado a todas las criaturas y que por el sufrimiento de ambos, de la Madre y del Hijo, esta voluntad humana podía salir del abismo de las miserias en las que se encontraba.
Cada pena y dolor padecido por ambos, era un llamado para que resucitáramos a la vida de la Voluntad de Dios. Fue la Pasión, las penas y los dolores las que pusieron al seguro la voluntad humana.
Perfecta unión se dio entre el Hijo y la Madre Celestial, mientras el Salvador entregaba su vida en rescate por todos.
Esta perfecta unidad entre la Madre Celestial y el Hijo Redentor, unión dada de una manera muy especial en los dolores de la Pasión, hacen que la Virgen María participe en el misterio de la salvación de la misma manera como Cristo en su interior estaba redimiendo a la humanidad.
Preparémonos, entonces, hermanos, con alegría y oración, para el regalo del dogma que la Santa Madre Iglesia está preparando para proclamar a María como “Corredentora”
MADRE CORREDENTORA EN LA SALVACIÓN, RUEGA POR NOSOTROS